viernes, 28 de octubre de 2011

Dos encuentros cercanos

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A cada paso, hundo mis pies en la arena humeda y aspiro profundamente, hinchando los pulmones con el aire puro del litoral. Cierro los ojos, extiendo los brazos y voy remontando contra el viento, los tres últimos kilómetros del camino. Sólo me guía la profundidad de las frías aguas, al tiempo que las partículas de arena se levantan y estrellan en mi rostro. El éxtasis es inenarrable. Estoy empapado de intensas sensaciones, estimuladas por la Naturaleza: soledad, plenitud, contento y paz; sólo rotas para saborear la sal en los labios.

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Llegando a Las Cruces, la imprudencia del espíritu joven, invita a nadar en la playa solitaria. Acepto mi desafío.
Al cabo de un rato, extenuado, busco el punto de referencia en tierra, pero la corriente me ha desplazado treinta metros hacia el Sur. El gran poder del mar realiza su propósito milenario, agitándose en ondas que se suceden sin pausa, desde todos lados. Tres, cuatro, cinco que rompen al mismo tiempo en mi pecho, espalda y costados, elevándome entre la espuma amarilla. Me revuelven, hunden y alzan, una y otra vez, azotándome con látigos de cochayuyo. Nado hasta que mis ojos se empañan y el agua salobre, gorgorea en mis pulmones.
Desisto.

Sometido a la ley natural del océano, cuerpo y mente van a la deriva.
Los rebaños de nubes comienzan a dispersarse en irónicas sonrisas, acumulándose como sombras fúnebres en los reflejos lejanos del horizonte. Desde el suroeste, esa pálida estrella vespertina, ha fijado sus ojos en mí ¿encontraría acaso, una hoja en blanco para escribir sus misterios insondables? Aves marinas con el hambre gruñendo en el buche, caen en picada, salpicando escamas plateadas alrededor.
Oscuridad.
Paz.
¡Silencio!
Más allá, -en algún punto de la inmensidad- un murmullo letárgico, extiende su invitación: son los mensajeros errantes del abismo.

Trago agua. Inmediatamente, surge la visión del cuerpo hinchado, desnudo, carcomido por tenazas recicladoras de las jaivas, asediado por una multitud morbosa y, policías de guantes blancos que impregnan mis dedos con tinta.
¡No, hoy no!
El alarido de mi silencio ahogado, es un eco profundo en la hipotérmica musculatura. Me permito un último esfuerzo y el viaje -al encuentro con El Barquero- ha quedado inconcluso.

Cae el Sol en su crepúsculo cálido y rojizo.
A lo lejos, diviso la inconfundible figura del Caballero Parra, aproximándose por la brillante orilla del mar.
Aún convulsionado por la acuosidad respiratoria, confiero mis respetuosas disculpas a La Muerte y, acordamos una nueva cita... para cuando sea el momento.

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Julio Cabezas G. © Todos los derechos reservados
Lanco - Región de Los Ríos
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